jueves, 5 de agosto de 2010

MEMORIAS DEL ORATORIO DE SAN FRANCISCO DE SALES


Fiesta de la Inmaculada Concepción y principio del Oratorio Festivo.

No bien había entrado a la Residencia Eclesiástica de S.Francisco, cuando ya estaba rodeado de muchachos que me seguían por calles y plazas y me perseguían hasta en la misma sacristía de la Iglesia del Convitto. Pero no podía dedicarme por completo a ellos, ya no había un local en donde reunirlos. Sin embargo, un acontecimiento bien simpático me dio ocasión de comenzar el proyecto que tenía en favor de los chicos callejeros de la ciudad y especialmente, de aquellos que salían de las cárceles.
El 8 de diciembre de 1841, día de la fiesta solemne de la Inmaculada Concepción de María, cuando estaba precisamente revistiéndome con los ornamentos sagrados para celebrar la Santa Misa, el sacristán, José Comotti, se percató de un chico que estaba en un rincón y lo llamó para que viniera a ayudarme la misa.
- No sé -le respondió sorprendido.
- Ven a ayudar -le insistió el otro.
- Pero si no sé -insistió el muchacho. -Nunca lo he hecho.
- Estúpido, ¿a qué has venido entonces a la sacristía? -le dijo el sacristán,
y agarrando el plumero, la emprendió a golpes con el mango, por las espaldas y la cabeza del pobre muchacho.
- ¿Qué hace? -le grité en alta voz -¿Por qué le pega así? ¿Qué ha hecho de malo?
- ¿A qué viene a la sacristía si no sabe ayudar a misa?
- ¿Y por eso tiene que pegarle?
- ¿Y a usted qué le importa?
- Mucho me importa porque es un amigo mío. Llámelo en seguida, que voy a hablar con él.

Se puso a llamarlo y a perseguirlo gritando: ¡Zoquete, tonto!, hasta lo¬grar traérmelo a punta de promesas de que no lo maltrataría más.

El chico llegó temblando y llorando por el dolor de la paliza.Le pregunté, entonces, de la manera más bondadosa:
- ¿Ya oíste misa?
- No -me respondió.
- Vamos, óyela ahora. Después vamos a hablar de algo que te va interesar mucho.

Me lo prometió. Yo quería hacerle menos dura la experiencia tenida y borrarle un poco la impresión desagradable que le había dejado el sacristán. Así que, una vez celebrada la misa y dada la acción de gracias, conduje al chico a una capilla pequeñita que hay allí y, tratando de mostrame sonriente, y asegurándole que ya no habría más golpes, le empecé a preguntar:
- Amigo, ¿cómo te llamas?
- Bartolomé Garelli.
- ¿De dónde eres?
- De Asti.
- ¿Vive tu papá?
- No, mi papá ya murió.
- Y ¿tu mamá?
- También murió.
- ¿Cuántos años tienes?
- Dieciséis.
- ¿Sabes leer y escribir?
- No sé nada.
- ¿Ya hiciste la primera comunión?
- Todavía no.
- ¿Te has confesado alguna vez?
- Sí, cuando era pequeño.
- ¿Vas al catecismo?
- Me da miedo.
- ¿Por qué?
- Porque los compañeros más pequeños saben el catecismo y yo no sé nada.
Me da vergüenza.
- Y si yo te lo enseñara aparte, ¿vendrías?
- Desde luego.
- ¿Podría ser aquí, en el coro?
- Siempre que no me vuelvan a pegar.
- ¡Tranquilo, nadie te va a hacer nada! Seremos amigos y nadie tendrá por qué meterse contigo. ¿Cuándo quieres que comencemos?
- Cuando quiera.
- ¿Esta tarde?
- Bueno.
- O, ¿Ahora mismo?
- Está bien, ahora mismo. Con mucho gusto.


Me levanté e hice la señal de la Santa Cruz para empezar, pero él no sabía hacerla. Todo el tiempo se me fue en enseñarle a hacer la señal de la cruz y en darle a conocer a Dios, nuestro Creador, y para qué nos había creado. Aunque le costaba, con la constancia y la atención que ponía, pudo en poco tiempo aprender las cosas necesarias para hacer una buena Confesión y la Primera Comunión.

A este primer alumno se sumaron poco a poco otros más, pero en aquel invierno me limité a los más grandecitos y que necesitaban una catequesis especial y, sobre todo, a los que salían de las cárceles. Fue entonces cuando por propia experiencia pude comprobar que si los mismos muchachos que salían de la cárcel encontraban a alguien que se ocupara de ellos, que los acompañara en los días en que estaban ociosos, les ayudara a buscar trabajo con honrados patrones y los visitara durante la semana, podían cambiar su vida en una vida honrada, olvidar el pasado y llegar a ser buenos cristianos y ciudadanos honestos. Así nació nuestro Oratorio el cual, con la bendición del Señor, se fue incrementando de una manera tal como yo nunca me hubiera podido imaginar.

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