5 de junio de 1873/18 de junio de 1903 - 25 de febrero de 1930
Celebración: 13 de noviembre
En los primeros días de febrero de 1930 llegó al centro misionero salesiano de Shiu-chow el jovencísimo misionero don Calixto Caravario (veintiséis años). Venía de la pequeña comunidad cristiana de Un-Chow, la más alejada del centro de la misión. Tenía que acompañar al obispo mons. Versiglia (cincuenta y siete años) a visitar sus dos escuelitas y sus 200 cristianos, pequeña semilla en una ciudad de 40.000 habitantes, atormentada y devastada por una interminable guerra civil.
Les salieron al encuentro haciéndoles fiesta varios niños que don Caravario había salvado del caos y de la miseria, llevándolos al orfanatorio y al Instituto Don Bosco de Shiu-chow.
23 de febrero. Los equipajes para el viaje están preparados: una veintena de paquetes con cosas de toda clase: vestidos, ornamentos sagrados y materiales enviados por la caridad de los bienhechores de Italia, la comida necesaria para el viaje de siete personas, que deberá servir para ocho días (para recorrer una distancia de 90 kilómetros).
Los hermanos salesianos han visto a don Caravario preocuparse de todo aquel equipaje y he felicitan alegremente: "¡Cuánta gracia de Dios!". Y él, con su amable sonrisa de siempre: "¡Con tal de que no vaya a parar todo a la boca del lobo!".
Luego, levantando los hombros: "¡De todos modos, hágase la voluntad del Señor!". Todos saben que esta última expresión es la habitual de don Caravario, "el santito". Por aquellos días don Caravario escribió una larga carta a su madre, que estaba en Turín, con fecha del 13 de febrero. (Tengo que hacer notar enseguida que este relato ha sido reconstruido rigurosamente sobre las declaraciones juradas de los testigos oculares que fueron interrogados en el "proceso de santificación".)
Partida al alba del 24 de febrero. Levantarse a las cuatro, santa misa, reunión de los que viajan. Son el obispo Versiglia, don Caravario, dos jóvenes maestros diplomados en el Instituto Don Bosco (Thong Chong Wai, pagano; M Pan Ching, cristiano), sus dos hermanas (Thong Su Lien María, veintiún años, maestra; M Yu Tee Paula, dieciséis años, que deja los estudios y vuelve a su familia). Está también Tzen Tz Yung Clara (veintidós años, se dirige a Lin-chow corno catequista). Miguel Arduino, obispo sucesor de mons. Versiglia, atestiguó: "A los jóvenes y las jóvenes que venían al colegio o volvían a sus familias, los acompañaban siempre los misioneros. Los padres ponían esta condición a los misioneros para dejar salir a sus hijas. En este caso, los dos jóvenes maestros, sus hermanas y la catequista habían esperado a propósito para hacer el viaje con el obispo y don Caravario y para estar protegidos de las posibles agresiones de los piratas".
Tiempos tristísimos
Estas precauciones se debían a los tiempos tristísimos que aquella región de China estaba atravesando. La provincia de Shiu-chow, situada entre el norte y el sur, era punto de paso y parada de los diversos grupos que se hallaban en lucha entre sí. Violencias, robos, incendios, asesinatos eran cosa ordinaria de día y de noche. Resultaba difícil distinguir en las bandas que se entregaban al saqueo entre los soldados desbanda dos, los mercenarios, los grupos de killer que ejecutaban asesinatos programados, los piratas que se aprovechaban del caos.
La nueva República China había nacido el 10 de octubre de 1911. El ejército dirigido por el general Chang Kai-shek, en 1927, había llevado a la China a la unidad, derrotando a los "señores de la guerra" que tiranizaban las diversas regiones. Pero la grave infiltración comunista en la nación y en el ejército (apoyada por Stalin) había persuadido a Chang Kai-shek a apoyarse en la derecha y a declarar a los comunistas fuera de la ley (abril de 1927). Había comenzado de nuevo la guerra civil.
"En una región de la China meridional se estaba consolidando un régimen de tipo soviético —escribe el historiador McAleavy—. Sería fastidioso el tratar de describir los caóticos sucesos (de los años 1929, 1930 y 1931). La parte meridional de China no estaba en absoluto pacificada. Estaban los comunistas, dueños de un territorio considerable, y aún más al sur los "señores de la guerra" del Kwangsi (que hacía frontera con la provincia de Shiu-chow) dispuestos a provocar revueltas."
En estos tristísimos tiempos también los extranjeros arriesgaban su vida. Se les temía por la fuerza de sus gobiernos, pero se les llamaba con desprecio "diablos blancos", y se les odiaba por el largo período en el que ingleses, alemanes y americanos habían saqueado, de modo inhumano, China. A los misioneros, a pesar de ser extranjeros, los amaba la gente más pobre: en los momentos de saqueo las misiones eran lugar de refugio para quien no tuviera otro. Los enemigos más temibles de los misioneros eran los piratas (que robaban sin mirar la cara de nadie) y los soldados comunistas: la destrucción del cristianismo formaba parte de su programa.
Sólo hacía ocho meses desde que el salesiano don Dalmasso, de la misión de Nam-Yung (a 70 kilómetros de Shiu-chow) había sido apresado por una banda de soldados comunistas mientras acompañaba a los alumnos a la escuela. Atado, fue conducido por las calles de la ciudad, e insultado en una asamblea pública lo llevaron a las montañas donde los soldados tenían sus refugios. Lo liberaron doce días más tarde, y con la ayuda de la gente pobre había logrado volver a la misión.
En la barca hacia el norte
La comitiva dirigida por el obispo Versiglia tomó el tren en la estación ferroviaria de Shiu-chow a las 8.30 del 24 de febrero. A las 17.00 llegó a Ling-kong-how, sede de una misión salesiana. Les esperaba el sacerdote don Cavada, que los acompañó a la misión, en la que pasaron la noche.
El día después, 25 de febrero, mons. Versiglia y don Caravario celebraron la misa. Luego todos subieron a la barca que debla navegar contracorriente hacia el norte sobre el ríio Lin-chow, y llevarlos a la misión de Lin-chow, donde les esperaba la pequeña comunidad cristiana de don Caravario. Eran las 7.00 de la mañana. Si el viaje en tren había durado ocho horas y media, el de la barca (para recorrer una distancia casi igual) se preveía que duraría siete días. Se había juntado a la comitiva el muchacho cristiano Luk Apiao Pedro, de diez años, que se dirigía a la escuela de don Caravario para iniciar los estudios, y una anciana catequista que debía ayudar en su trabajo a la joven Clara. Los barqueros eran cuatro: la anciana dueña de la barca, su hijo de veinte años y dos robustos trabajadores (que desde la orilla empujarían la barca contracorriente en los puntos más difíciles).
La barca china es como una pequeña casa: la proa está descubierta, pero la popa está envuelta en una especie de tienda que la transforma en la casa del que viaja. Sobre la proa pusieron un paño blanco con la inscripción Tin Tchu Tong (Misión Católica). Debía ser una especie de salvoconducto. Todos sabían que los misioneros no eran ricos y que trabajaban por la gente pobre. Pero podía ser también un engaño que atrae a los malvados...
25 de febrero: trampa sobre el río
La barca rozó el pueblo Pak Ngan Hang, en el que había mercado. Los dos maestros, que estaban en la proa, veían edificios esparcidos por la zona boscosa que costeaban. Tres kilómetros más arriba, donde el río Lin-chow se encuentra con el pequeño afluente Shiu-pin, vieron algunos fuegos encendidos. Eran las once de la mañana. A medida que se acercaban, se veían más claramente aquellos intrigantes fuegos, y a su lado una decena de hombres que los mantenían encendidos.
Mediodía. Sobre la barca se reza. De repente se oye un grito bronco: "¡Parad la barca!". Aquella decena de hombres está ya cerca. Apuntan con fusiles y pistolas. Gritan: "¿A quién lleváis ahí?". El barquero responde: "Al obispo y a un padre de la misión". Gritan: "No podéis transportar a nadie sin nuestra protección. Los misioneros nos tienen que pagar 500 dólares en billetes europeos, de otro modo os fusilaremos a todos" Las mujeres, apenas escuchan el diálogo, comprenden de qué se trata. Toman el rosario, ponen su rostro sobre sus rodillas, se tapan la cabeza con las manos y rezan.
En aquellos tiempos, pagar de trecho en trecho un peaje a lo largo de los ríos llegó a ser una triste costumbre. Los chinos se resignan a ello, para no tener fastidios. Pero 500 dólares es una cifra enorme, disparatada. Nadie lleva tal cantidad en un viaje.
Se ye enseguida que se trata de un pretexto para arrestar a los viajeros de la misión. El obispo dice a don Caravario: "Diles que somos misioneros, y por lo tanto, no llevamos con nosotros tanto dinero".
Apenas escuchan la respuesta, los piratas saltan sobre la barca y la registran. El niño Apiao se declara con rapidez como hijo del barquero. La vieja catequista no recibe de ellos ni una mirada. Pero cuando los bandidos descubren a las muchachas, gritan: "¡Nos vamos a llevar a sus mujeres!". Don Caravario clarifica: "No son nuestras mujeres, sino nuestras alumnas, a las que acompañamos a sus casas". Con modos corteses (¡como es obligación!) los misioneros mantienen a los bandidos fuera de la barca. Cierran la entrada con sus cuerpos. Entonces los piratas gritan: "¡Vamos a quemar la barca!". A una distancia de unos pocos metros está parada una barca llena de madera. Acarrean haces sobre la proa y les encienden fuego. Pero la leña es gruesa y está verde, con dificultad para encenderse, y el obispo logra apagar las primeras llamas. Furiosos, los piratas sacan de las haces las ramas más gruesas y verdes y con ellas inician una terrible tanda de azotes sobre los cuerpos de los misioneros.
Después de muchos minutos, sangrando y desvanecido cae el obispo. Don Caravario resiste todavía algún minuto más, luego también él cae murmurando: "Jesús, José y Maria...". Los bandidos se lanzan sobre las mujeres. María atestiguará: "Con toda mi fuerza me agarré al brazo izquierdo del obispo, que estaba caído. Pero los ladrones me golpearon la mano con un palo y nos llevaron fuera. Grité: "¡Señor, sálvame! ¡Auxiliadora, ruega por mí! Jesús, José, María...". En un momento en que se vio libre, María se arrojó al río Shiu-pin, dispuesta a morir antes que caer en las manos de aquellos bandidos que la habrían forzado. Pero el agua era poco profunda, y un bandido la agarró por las trenzas y la sacó del agua. Después le gritó: "Vosotras sois chinas. ¿Por qué queréis ir detrás de los extranjeros? ¡Es necesario destruir la religion católica!".
En tierra, los piratas ataron a los dos misioneros después de haberles registrado y robado todo lo que llevaban. Sobre el triángulo de hierba del encuentro de los dos ríos, echaron a los misioneros y a las mujeres, presa todos del dolor y de la angustia. "Nosotros tenemos que mataros —gritó uno a los misioneros—. ¿No tenéis miedo de morir?" El obispo respondió: "Somos misioneros. ¿iPor qué íbamos a tener miedo de morir?".
Cinco tiros de fusil
Los piratas ordenaron a los de la barca que volviesen a Lin-komng-how. En ella habían quedado junto con los barqueros, el pequeño Apiao, la anciana catequista, los hermanos de María y Paula. Aquella misma tarde del 25 de febrero, a las 17,00, llegaron a la misión de don Cavada y le dieron la triste noticia. Lo más rápidamente posible se avisó a las autoridades, que pusieron sobre aviso a una sección del ejército regular estacionada no muy lejos de allí.
Mientras tanto, sobre el río se consumaba la tragedia. María atestiguó: "Estaban separados de los misioneros no más de tres metros. Vi que don Caravario, con la cabeza inclinada, hablaba en voz baja con el obispo". Se estaban confesando mutuamente. "El obispo y don Caravario nos miraban, nos señalaban con los ojos el cielo y rezaban. Su aspecto era amable y sonriente, y rezaban en voz alta."
A una orden de los piratas, los misioneros se encaminaron por la vereda que sigue el curso del Shiu-pin. Algunos curiosos los miraban desde los edificios cercanos. Uno de ellos oyó que el obispo decía a los bandidos: "Yo soy viejo, matadme si queréis. Pero él es joven. ¡No le matéis!".
Las mujeres, mientras eran empujadas hacia una pagoda blanca, oyeron cinco tiros de fusil. Maria atestigua: "Después de unos diez minutos los asesinos volvieron y dijeron a sus compañeros que les habían disparado cinco tiros de fusil". "Son cosas inexplicables —dijeron—. Hemos visto a muchos. Todos tienen miedo a la muerte. Por el contrario, estos dos han muerto contentos, y estas muchachas no desean más que morir..." Eran las primeras horas de la tarde dcl 25 de febrero.
Mientras secciones de tropas regulares comenzaban a moverse para dar caza a los homicidas, las muchachas fueron llevadas a la montaña. Estuvieron a merced de los bandidos durante cinco días. El domingo por la mañana, 2 de marzo, los soldados regulares, puestos sobre aviso por uno de los bandidos que casualmente había sido arrestado y había denunciado a los cómplices, llegaron a las cuevas de los bandidos. Tras un breve tiroteo, los bandidos huyeron abandonando a las muchachas.
Los mártires
Entre tanto don Cavada y don Lareno (secretario del obispo Versiglia), acompañados por el jefe de la policía de Shiu-pin, habían encontrado los restos de los mártires. Ambos tenían la cabeza destrozada.
En la noche del domingo 2 de marzo, las tres muchachas liberadas del encierro se arrodillaron para rezar delante de los despojos mortales de los dos misioneros que habían dado su vida por defenderlas.
Mons. Luis Versiglia, nacido en Oliva Gessi (Pavía), había entrado en el oratorio de Don Bosco siendo un niño en el lejano 1873. Entusiasmado por la expedición de misioneros a cuya despedida había asistido en el santuario de María Auxiliadora, había decidido ser misionero también él. En el año 1906 había guiado la primera expedición misionera salesiana a China.
Don Calixto Caravario, nacido en Cuorgnè, se había trasladado a Turín cuando sólo tenía cuatro años. El padre, el hermano, la hermana, y especialmente su amabilísima madre Rosa le habían dado el permiso para partir a las misiones de China cuando apenas contaba veintiún años.
La carta que don Calixto había escrito a su madre el 13 de febrero (12 días antes de ser asesinado), madre Rosa la recibió después de que los salesianos, con la máxima delicadeza posible, le habían comunicado el martirio de su hijo. Aquella carta, que guardamos con veneración, tiene las palabras ligeramente borrosas por las lágrimas de madre Rosa.
Don Calixto le decía: "¡Ánimo, mi buena mamá! Pasará la vida y se acabarán los dolores: en el Paraíso seremos felices. Nada te turbe, mi buena mamá; si llevas tu cruz en compañía de Jesús, será mucho más ligera y agradable...".